Desde que el 4 de mayo el presidente
Evo Morales anunciara la realización de
la primera cumbre nacional por la revolución de la salud pública, que debía
realizarse el 27 y 28 de julio, mucha
agua ha corrido bajo el puente, muchos discursos y ninguna certeza sobre lo que
se logrará en esta cumbre. Existe, sin embargo, un grueso de la población que
todavía tiene la esperanza de que la cumbre provoque una verdadera revolución
en el sector salud, misma que equivaldría a revolucionar el proceso de cambio
que pregona el Gobierno Nacional. No olvidemos que uno de los pilares de la
revolución cubana han sido sus logros en materia de salud.
Sin embargo, para lograr esta
revolución en salud, existen dos prerequisitos o dos puntos clave que dirimen
su curso revolucionario: la voluntad política de conseguirla y los recursos con
los que se la financiará.
El haber perdido cuatro meses en
la realización de la cumbre no es nada frente a los seis años perdidos en la
gestión de gobierno, que poco o nada ha hecho en el campo de la salud. Nuestra
situación de salud, a partir del análisis de casi la totalidad de sus
indicadores, sigue siendo de las peores en el continente y casi ningún cambio
hemos percibido en el último lustro. Esto demuestra que la supuesta voluntad
política de lograr cambios en salud no ha pasado del discurso o de la simple
intención. En la perspectiva revolucionaria no hay muchos caminos donde
perderse. El camino inequívoco nos lleva
a la socialización de la salud, a su distribución igualitaria a través del
otorgamiento de bienes y servicios que permitan mejorar la salud de la
población en general.
Una de las estrategias para
lograr este objetivo ha sido, desde siempre, el establecimiento de un sistema
único de salud (SUS) que permita erigir servicios adecuados para la totalidad
de la población de manera gratuita y equitativa. El SUS que el Gobierno propone
no ha pasado de los pasillos del poder legislativo y, muy probablemente, no
pasará nunca como fue concebido, porque ha perdido las mejores coyunturas
políticas para lanzarla de manera incruenta. Hoy en día, cada sector social y
cada institución asalariada no hace más que proteger su propio seguro de salud,
sin importarle lo que pase con el resto de la población, principalmente con esa
mitad que no tiene ninguna cobertura de servicios. Por lo tanto, la cumbre
únicamente refrendará el fraccionamiento y el despilfarro de los recursos
existente en la mayor parte de estos seguros. Un cambio revolucionario en salud
no necesitaba de tanto anuncio ni de tanta preparación, que lo único que logra
es que cada grupo social se enquiste en su propio seguro.
Por otra parte, la voluntad
política debe ser expresión de la voluntad del gobierno y no de la voluntad de
los médicos, con quienes el gobierno ha roto lanzas por endilgarles la culpa de
la mala salud. La posibilidad de contar con el apoyo mayoritario de este
importante sector de la clase media está ahora disminuida por su manejo
inadecuado.
La segunda clave de la revolución
en salud son los recursos económicos con los cuales se sufragará el sistema
revolucionario. Si seguimos con el ejemplo cubano, debiéramos destinar a salud
el 10,6% de nuestro PIB en vez del 4,7% que ahora se destina. Es decir, el
gobierno cubano destina para salud, en términos relativos, más del doble de los
que destina el gobierno boliviano. En términos absolutos la diferencia es mucho
mayor. Lo mismo sucede con otros gobiernos que han hecho verdaderas
revoluciones en salud: Costa
Rica destina el 10,9% de su PIB (y no tiene ejército) y Chile destina el 8,0%
de su PIB. Los tres países mencionados, sin ser los más poderosos ni los más
ricos, son los que tienen mejores indicadores en salud.
Frente a este panorama, no cabe
duda, que la primera manifestación de esa voluntad política imprescindible e
intransferible, deberá ser la inmediata asignación de recursos que permitan
llegar hasta el último boliviano con la suficiente cantidad de bienes y
servicios que incidan en un cambio favorable y perceptible en su salud. Todo lo
demás es puro discurso.
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